Sí, Dios nos está gritando. Puede parecer una afirmación muy fuerte y muy dura. Cuando uno ve que una persona está en peligro, inmediatamente busca llamar su atención con un gesto o un grito. Recuerdo cómo nos describía un sacerdote de una parroquia marinera del norte de España lo que oyó cuando todo un pueblo estaba esperando en el puerto la llegada del barco que transportaba los cadáveres de unos marineros que habían fallecido por un golpe de mar. La viuda de uno de ellos, en medio de un silencio helador y cortante, gritaba e increpaba a Dios pidiéndole explicaciones. Nadie la interrumpió: “Es la oración más auténtica y profunda que he escuchado a nadie en mi vida” aseveraba con rotundidad el sacerdote.
De la misma manera que cada uno de nosotros, ahogados por el dolor, la angustia, la soledad, la tristeza, gritamos a Dios, el mismo Dios nos está gritando. Dios tiene un corazón que sufre, que siente, que no es insensible ante la marcha de la humanidad.
Es un estribillo continuo en la Biblia, Dios grita ante el pecado de Caín, ante la arrogancia del hombre con la torre de Babel, ante los pecados en el diluvio universal, ante la soberbia del faraón con las plagas de Egipto, ante la idolatría en el desierto, ante el pecado de David, ante las desviaciones del pueblo que acaban con el destierro de Babilonia. El grito de Dios tiene su cumbre en la cruz, con la desgarradora increpación: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46).
El hombre puede gritar a Dios y Dios grita al hombre. El grito de Dios busca insistentemente la conversión, el cambio del corazón de hombre, “maldecían el nombre de Dios que dispone de tales plagas, en vez de arrepentirse y darle gloria” (Ap. 16, 9).
El grito de Dios es un grito que busca intensamente que el hombre cambie la orientación de su vida. Nos ha creado y dado la vida por amor, nos mantiene por amor, y quiere que no nos separemos de ese amor y que vivamos permanentemente en ese amor. En la Última Cena nos deja su testamento “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13 ,34). Cómo no va a gritar Dios, ¿no lo oís? Dios está gritando al ver la terrible difusión de la cultura de la muerte, los más de cien mil abortos anuales declarados en España y más de cincuenta millones en el mundo, “Esto dice el Señor: Se escucha un grito en Ramá, gemidos y un llanto amargo: Raquel, que llora a sus hijos, no quiere ser consolada, pues se ha quedado sin ellos” (Jer 31,15). Lo digo, con temblor, desde la cercanía y el amor más grande. Nadie como la Iglesia acoge, abraza, consuela y cura el inmenso dolor que produce las heridas en las madres que han abortado y en los padres que nunca podrán abrazar a ese hijo. Dios llora por la extensión de la eutanasia, la proliferación de los conflictos bélicos, el querer cambiar la naturaleza del ser humano, la pandemia del hambre de millones de personas y los constantes atentados a nuestra casa común, la naturaleza, la obra de Dios. Elevamos nuestra alabanza de adoración y nuestra humilde petición para que la luz del Espíritu Santo transforme los corazones y acaben estas lacras terribles. “En vuestras manos Señora ponemos nuestras heridas para que las curéis, pues sois enfermera del hospital de la misericordia de Dios, donde los llagados son curados” (San Juan de Ávila).
Nos lo ha dicho Rainiero Cantalamessa este viernes santo, desde la vacía Basílica de San Pedro del Vaticano: “Sí, Dios «sufre», como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo… La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación”
Dios es amor. Este es el mensaje fundamental de Jesús. Precisamente porque es amor, nos está interpelando con fuerza. Dios quiere curar al mundo de su ceguera. El pecado oculta este amor, esta belleza. Impide contemplar el gozo y la luz de la Verdad. Bloquea la capacidad que tenemos para hacer el bien: “Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad” (San Pedro Crisólogo). Cuánta entrega estamos viendo durante estos días en las familias, en los sanitarios, en las fuerzas de seguridad del estado y, en tantos y tantos que trabajan para que nos lleguen los alimentos y funcionen los servicios básicos.
El Papa durante la vigilia pascual nos dirigía estas preciosas palabras: “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado, el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios”. Y añade: “la esperanza de Jesús infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida”. El Papa concluye recordándonos la palabra que Jesús siempre tenía en sus labios: ¡Ánimo!
Nuestra mirada y plegaria se dirige, necesariamente, a los que nos han dejado. Todos tienen un rostro, una historia una familia. Todos han dejado una huella. Todos merecen nuestra memoria, nuestro recuerdo y nuestra oración: “Tenemos el sagrado deber de hacer duelo público y de llevar luto por ellos… No somos número, no somos “nadie”. Somos cada uno un alguien a quien Dios ha creado con nombre propio y a su imagen (Olegario González de Cardedal).